EL ADIOS
Hace
unos ocho años me encontraba trabajando en una pequeña isla. No quiero decir
cuál era, el nombre de la isla no es importante. Lo que importa es que era una
isla. El océano la bañaba con su lengua de platino y rara vez soplaba viento o caía
algo de lluvia. Era un rincón casi olvidado, de una relevancia ausente, en el
cual después de mucho andar, finalmente, había logrado sentirme en paz.
La isla
era bastante rocosa, y en su mayor longitud estaba bordeada por acantilados
bajos y pedruscos enmohecidos. Sin embargo, en la costa oeste las piedras
escupían una playa blanca de ensueño. La arena, con una contextura similar a la
harina, acariciaba tersa la piel con una calidez de madre, y el agua templada
era increíblemente silenciosa. Parecía como si alguien hubiese habitado aquel
lugar hacía miles de años, y antes de irse lo hubiese pausado en la retina de
algún dios pagano.
La única
estructura que había era un búngalo de madera y un pequeño cuarto de servicio.
Es que la pequeña isla se encontraba muy cerca de otra isla, bastante más
grande, cuyo nombre tampoco importa y no voy mencionar. Los hoteleros de la
isla mayor habían decidido instalar un bar en el pequeño búngalo, e implementar
una especie de recorrido turístico por la playa virgen, donde los extranjeros
se adentrarían en el terreno de las iguanas y de lo desconocido. En aquel
momento yo trabajaba de camarero para uno de aquellos lujosos y abarrotados
hoteles. Cuando pidieron un voluntario que se hiciera cargo del bar de la otra
isla apenas si dudé en dar un paso al frente. Antoine, un barquero de la zona,
llevaría todas las mañanas una conservadora y una caja mediana con frutas,
panificaciones y fiambres, y también dejaría diariamente tres litros de agua
potable y tres litros de gasolina para el generador.
El emprendimiento no funcionó a la altura de las
expectativas de los grandes hoteleros. Nunca supe si fue por pereza o por algún
temor que pudiera infundir en los turistas el viajar a un páramo salvaje. Lo
cierto es que eran pocos los que se aventuraban a la isla, y los que lo hacían,
seguramente no remarcaban tan positivamente su experiencia al volver a los
grandes comedores y piscinas de la gran isla.
El
trato era que yo viajara todas las mañanas con Antoine y llevara las
provisiones, y al caer la tarde, ya con los últimos turistas, emprendiese la
vuelta a la gran isla a pasar la noche en los servicios de alguno de los
hoteles que compartían el emprendimiento. Al principio así se hizo, el traslado
diario era tedioso, pero aprendí a disfrutar de la brisa de pleamar y el sabor
a sal en las comisuras. Todos los días una gaviota nos seguía a pocos metros de
la balsa, y yo no podía evitar preguntarme adonde iría después de que Antoine me
dejara en mi puesto de trabajo.
Luego de unos meses, y al ver que la excursión a la
playa virgen no había causado el impacto turístico esperado, comencé a
preocuparme. Temí que los hoteleros decidieran dar por finalizado el proyecto,
y entonces yo me vería de vuelta en los grandes edificios, sirviendo a extranjeros
desaprensivos por unas pocas monedas. Fue entonces cuando tomé la decisión de no
volver más por las noches. De esa manera, cuanto menos, evitaba cruzarme con
algún directivo en los pasillos de algún hotel y tener que rendir cuentas o
prestarle oídos a sus explicaciones monetaristas. Si me quedaba definitivamente
en la pequeña isla, y siempre y cuando Antoine siguiera trayendo provisiones y
algún que otro turista ocasional, tal vez en la gran isla se olvidaran de mí. Y
eso fue exactamente lo que ocurrió. Pasado un tiempo, ya me había acostumbrado
deliciosamente a mi nuevo hogar. Me llevaba bien con la isla y su naturaleza no
me parecía hostil en absoluto. Antoine me trajo una mañana alunas lonas y
sábanas viejas que consiguió vaya a saber dónde, y con las maderas verdes que
iba encontrando regularmente en la playa fui construyéndome un catre bastante
decente y un pequeño modular que acomodé en el cuarto de servicio. Las
provisiones seguían llegando y consumía la mayor parte de mi tiempo dando
caminatas por la playa o simplemente acostado en la arena, pensando o
recordando pasajes de viejos libros o películas.
En una
ocasión, Antoine me trajo, además de las provisiones usuales, un libro de
regalo. –Es de un paisano- me dijo. Cuando me lo entregó, vi que se trataba de
El Extranjero, de Albert Camus. Ya había leído aquel libro, durante mi infancia
austera en la ribera cantábrica. Pero como no había mucho más que hacer,
comencé su relectura. Había olvidado las largas caminatas por la playa que
también daba el personaje de Camus. Y como había planteado que si el hombre,
una criatura de costumbre, hubiese sido destinado a pasar su existencia
encerrado en el tronco hueco de un árbol, habría hecho de eso su vida, y le
habría encontrado una trascendencia ineludible a la forma de las nubes o el
vuelo de los pájaros. Ese era yo, en aquel momento y en aquel lugar, dentro de
mi tronco hueco. Me había identificado profundamente con aquella historia. Qué
grande es la magia de los libros.
Los turistas nunca dejaron de llegar a la pequeña
isla. Si bien eran esporádicos y muchos solo se quedaba la menor porción de su
día (le pedían a Antoine que no se demorara más de dos o tres horas en
buscarlos), lo importante era que mantenían el proyecto mínimamente a flote, y
eso me tranquilizaba. El servicio que se les brindaba era bueno y consistente.
Todos los gastos estaban previamente cubiertos al comprar la excursión en el
hotel, y por lo tanto podían beber y comer lo que se les antojase, dentro de
las posibilidades que brindaran las provisiones con las que yo contara aquel
día, claro está. Pero no había quejas, ni ante mí ni ante los hoteleros de la
gran isla. Supongo que a la mayoría de la gente le cuesta admitir que no
pudieron disfrutar de algo que desde el planteo surge ideal y soñado. Volver molesto
y decepcionado de un paraíso abandonado, donde no existen estímulos de diseño y
donde la interacción depende exclusivamente de uno, es más que una queja una
autocrítica. Por ello, y algunas otras cosas de menor importancia, me sentía a
salvo.
En mis
recuerdos de aquella época no distingo mayormente un día del otro, toda la
experiencia fue una tintura, un fresco en tiza mojada, en el cual las cosas
sucedían sin tiempo ni preponderancia. Todos los días eran igualmente cálidos,
monocordes, como arrojados a una tina atemporal, todos, hasta que llegaron
ellos. Se notaba a simple vista que eran una pareja estable. Llegaron muy
temprano de mañana, guiados por Antoine. Eran españoles, andaluces, de algún
pueblo cerca de Sevilla (supe luego). Ella era alta y con apariencia ágil y
reducida, él se veía bastante desgarbado y de expresión densa. Desembarcaron
todos sus trastes y despidieron efusivamente al barquero. Desplegaron sus tumbonas
y sombrillas a centímetros de la orilla y se sentaron en silencio de cara al
mar. Yo me apoyaba en la barra del bar, leyendo pasivamente mi libro de Camus.
En un principio no reparé en ellos más de lo que lo hacía con cualquier otro
turista, pero a las pocas horas, ella se levantó sacudiendo la arena de su
cuerpo, y se acercó a la barra. Tenía una voz apagada, casi tímida. Era de muy
buenos modales y se movía con cierta gracia animal, como de ave. Me pidió una
limonada y alguna fruta tropical para su marido. Cuando me acerqué con su
bebida en la mano se quedó mirándome durante varios segundos. Se notaba que
buscaba algo en mí, o tal vez haya entendido que con aquella mirada grácil y
queda cumplía con la carga de dejar la propina.
Es preciso aclarar, que desde que decidí no volver a
los grandes hoteles dejé de percibir mi paga. No estaba claro si seguía siendo
empleado de las cadenas o no, pero eso me tenía sin cuidado. Lo cierto es que
mientras las provisiones siguieran llegando yo tendría con que vivir, y en el
entretanto, las propinas que dejaban la mayoría de los turistas iban siendo
guardadas en un bidón de gasolina debajo de mi catre, destinado a asegurar mi
salvoconducto fuera de aquella isla en caso de que surgiera necesario.
Pero volviendo a lo importante, lo que sucedió es que
aquella mujer, tan silenciosamente como había llegado hasta la barra, se alejó
hasta la orilla, de vuelta a la compañía de su marido. A las pocas horas la
balsa de Antoine encalló en el pequeño muelle improvisado y sin que volviéramos
a cruzar palabra o miradas se habían marchado de mi isla. Yo llevaba poco más
de un año en aquel lugar, y si bien me encontraba a gusto y no sufría de
necesidades, la verdad es que añoraba un poco el contacto con una mujer. Soy un
hombre de cierto honor, debo decirlo, jamás habría intentado nada con aquella
española con cuerpo de gacela, no, sabiendo que tenía esposo, pero mentiría si
dijera que aquel encuentro, por breve que hubiese resultado, no alteró al menos
un poco mis ánimos corpóreos. Al siguiente día, me encontraba cerca de la playa,
arrastrando una gran rama verde que la marea había traído entre la espuma,
cuando divisé la balsa de Antoine que se acercaba al muelle. Mi sorpresa fue
mayúscula al ver que de la pequeña embarcación no solo bajaba la mujer española,
sino que además no venía acompañada. Quedé inerte, las plantas de mis pies se
aferraron con saña a las conchas y moluscos muertos que ahora formaban la
arena. Volví a la barra con urgencia, con vergüenza pueril, como si el encontrarme
en la playa cuando ella llegara fuera el equivalente a sorprenderme desnudo en
el baño. Saludó a Antoine con un gesto ya familiar y se acomodó entre sus
pertrechos. Esta vez no había elegido un lugar cerca del agua, esta vez se
parapetó bajo una gran palmera, mucho más cerca del bar. Dispuso su tumbona de
una manera oblicua que no me permitía asegurar si estaba mirando en dirección
hacia mí o hacia las dunas que marcaban la costa norte. A media tarde se acercó
a la barra, me pidió una limonada, y sin más se volvió lenta hacia la playa.
Antes que el sol comenzara a caer Antoine se la había llevado de vuelta al
mundo y con los hombres. Este episodio se sucedió de manera idéntica durante
los cinco días siguientes. Ella llegaba sola, se acomodaba en aquella extraña
posición de espaldas al mar, ordenaba una limonada a media tarde, y se marchaba
cuando el sol apenas comenzaba a menguar. Yo me encontraba completamente
desorientado. Perdido ante la multiplicidad de posibilidades que pudieran dar
razón a aquella escena que se repetía una y otra vez. Llegué incluso a
preguntarme si ella era real, si mi mente no habría recaído brevemente en la
locura, después de tantos meses de letargo anodino. Pensé en hablar con
Antoine, preguntarle si realmente existía aquella mujer que traía todas las
tardes hasta mi playa, pero temí que el viejo me tomara por loco y diera aviso
en la gran isla.
Para alivio de mi cordura, el sexto día, cuando llegó
la balsa, ella no estaba a bordo. Estaba él. Mucho más directo y aguerrido,
tardo apenas tres cuartos de hora para acercarse hasta la barra. Me pidió un
jugo de guayaba y un plato con quesos que ni tocó. Comenzó hablando de cosas
vagas y con poco sentido, como intentando centrar la conversación en una
dirección determinada. Su timbre era riguroso, pero no sonaba altanero. Me
recordaba mucho a un tío que había trabajado en la dirección de correos del
pueblo en el que crecí, y que al fallecer, en la familia nos enteramos que
jamás había dejado una carta sin entregar en mano a su destinatario. Si el
destinatario no estaba en aquella dirección lo buscaba en la plaza del pueblo o
los lugares públicos más relevantes, y si aun así no lo encontraba, volvía y
volvía a su casa tantas veces como fuere necesario hasta encontrarlo y hacerle
entrega del correo. Aquella tarde, sentado en la barra de mi isla, evoqué
varias veces el recuerdo de aquel tío.
El hombre se llamaba Eugenio, hacía tres años se
había casado con Ivis, la morena que todos los días visitaba caprichosamente mi
isla sin interés por el sol o la playa. Cuando finalmente Eugenio se terminó de
acomodar en la conversación, me explicó que antes de conocerla, Ivis había
estado casada con un oficial de la marina mercante, Bautista. Que habían estado
juntos poco más de diez años hasta el día en que su barco sucumbió ante una
tormenta cerca del trópico. Su cuerpo nunca fue hallado, y transcurridos los
plazos legales había sido dado por muerto. Según Eugenio, Ivis le había
explicado que yo era la viva imagen de su difunto esposo. El parecido es
asombroso, me había dicho. Yo lo he visto solo en fotos, pero juro que si no
supiera la historia del naufragio y lo cruzara a usted en esta isla de nadie
estaría convencido de que es Bautista. Ella se alteró mucho al verlo aquí. La
primera noche que volvimos de la isla no podía dejar de llorar. Con el tiempo
creí que se había recuperado de aquella pérdida, y que finalmente había
encontrado la paz que merecía. Pero ahora veo que todo era una ilusión, que
sigue íntimamente aferrada aquel recuerdo que la daña hasta en los sitios más
inimaginables.
No podía terminar de entender por qué Eugenio estaba
contándome todo eso. Era evidente que mi persona cumplía un rol esencial en
aquella trama, pero desconocía la razón por la cual aquel hombre foráneo me
había arrastrado tan adentro de su intimidad. En un principio temí que aquella
pareja pudiera creer que yo era, en efecto, el marino desaparecido, y que me declararan
vivo con bombos y platillos forzándome a volver a la civilización para que me
realicen pruebas médicas contra la amnesia y esas cosas modernas que ahora son
tan comunes y en aquel entonces tan novedosas. Pero luego me di cuenta de que
no era eso a lo que Eugenio quería llegar. Así que cuando terminó de contarme
en detalle su historia juntos y los amores de la víspera, finalmente introdujo
su propuesta en la conversación.
La idea es la siguiente, me dijo. Y le pido por favor
que la considere, entiendo que pueda resultarle incómoda y hasta bizarra en
ciertos puntos, pero estaría usted haciéndole un bien a alguien que realmente
lo necesita, un bien que nadie más en el mundo puede hacerle, estaría burlando
a la muerte.
La bendita idea era que yo personifique al marino
muerto (según Eugenio, de la parte más trabajosa ya se había encargado la
genética) y sostenga un encuentro con Ivis, nocturno y cerrado, en el cual ella
pudiera dar un cierre al asunto. Su mujer no había podido dejar de pensar en Bautista
desde el momento en que me había visto apoyado en la barra del bar. Por algún
motivo, toda aquella vida caduca había explotado en sus entrañas y la
experiencia de haberse topado conmigo (o con aquel, en realidad) le estaba
extrayendo ávidamente el cáncer que llevaba encerrado durante años. Ahora,
aquel plan que parecía tan impropio podría ser el último escalón hacia la definitiva
liberación de Ivis.
Me tomé unos días para pensarlo, le dije que no
podría asegurarle mi participación en aquella empresa que desde el inicio
surgía tan delicada, que le haría llegar mi respuesta por medio de Antoine.
Intenté convencerlo de que, de aceptar, el simulacro tuviera lugar en mi isla,
pero fue categórico al respecto, alegando que ciertas circunstancias escénicas
resultaban innegociables. Cuando finalmente se decidió a retirarse, me senté en
la playa de cara a la brisa crepuscular y me mantuve durante varias horas
pensado en aquella posición. No es que me afectara tanto el compromiso en sí,
pero había ciertos puntos que debía considerar seriamente. En primer lugar,
aceptar la propuesta bajo las condiciones exigidas implicaba un peligroso y
fugaz retorno a la gran isla. Ivis estaba alojada en uno de los hoteles que
llevaba adelante (por decirlo de algún modo) el emprendimiento turístico que me
permitía vivir tan serenamente y a gusto. Irrumpir en uno de aquellos halles,
con todo el ruido que ello podría conllevar, me expondría a un gran riesgo
consabido. Por otro lado las reacciones emotivas de Ivis y de Eugenio evocaban
la concreta posibilidad de verme inmerso en un caldo dramático y ajeno que
difícilmente pudiera resultarme grato o sacudible. Finalmente me decidí que sí,
que lo haría. En realidad siempre supe que lo haría, supongo que me tomé cierto
tiempo de puro capricho, para no dejar entrever mi apresuramiento, para no
arrebatarme hacia las fauces de aquella mujer, que bien podría susurrar en mi
oído palabras dulces como masticar sin reparo mi oreja indefensa (aunque para
ella no sería yo el dueño de aquella oreja). Envié la noticia con el barquero
avisando que llegaría a la marina al segundo día. Y me dispuse a disfrutar lo
que entendí que podría ser mi último día en la playa.
Llegado el momento me subí a la balsa, hacía tanto
que no navegaba que mi cuerpo se sintió reducido y desorientado sobre las
tablas del fondo. Antoine me miraba con expresión artera, como si supiera
alguna parte de la historia que yo había pasado por alto en el apuro. Llevaba
el bote lentamente, dándome la posibilidad de retractarme, de volver a mi cueva
a cielo abierto y nunca más tener que dar explicaciones o pensar en nada más
que en mi playa, mi catre y mi isla. El mar se cortaba a nuestro paso, formando
olas espumosas y densas, y recordé aquella gaviota que solía seguirnos al
principio, cuando para mí los viajes eran de ida y vuelta. Los animales
presienten las desgracias, pensé, les rehúyen.
Luego de media hora llegamos a la Marina. Eugenio me
esperaba a unos metros del muelle, retraído. Miraba la hora incesantemente, y
se le notaba cierta ansiedad primaveral en los movimientos. Apenas si me salió
un hilo de voz para saludarlo. Llevaba un bolso negro deportivo, con la
etiqueta del precio aun colgándole de uno de sus cierres relámpago. Nos subimos
a un taxi que aguardaba pasando el puesto de guardia e iniciamos la marcha
hacia el hotel, en completo silencio.
Una de mis grandes preocupaciones era cómo iba a manejar
el ingreso por el hall del hotel. Cómo me presentaría, que explicaciones daría,
cuál era el motivo de mi visita. No podría haber dicho que llegaba para dormir
en uno de los cuartos de servicio como había hecho tantas veces meses atrás.
Aquella práctica estaba por demás de caduca. Por lo que seguramente mi
presencia ameritaba algún tipo de invocación a un problema considerable, tal
vez de salud, o familiar. Sin embargo nada de eso resultó necesario. El destino
me había barajado una carta escondida en todo aquel episodio. Al momento de
llegar a la puerta del hotel, un enorme contingente de asiáticos volvía de
alguna excursión tropical, revisando sus cámaras y vaciando sus cantimploras en
los vados de la acera. Vi la oportunidad y actué con la desesperación de un
niño que despierta en su cama después de noche de reyes. Tomé fuertemente del
brazo a Eugenio y lo arrastré hasta el medio de aquella conglomeración de
remeras chillonas y sandalias de goma que caminaban puertas adentro. Así,
camuflados por el mayor de los continentes, logramos ganar los ascensores sin
que nadie reparara en nosotros.
Eugenio marcó el sexto piso, dimos varias vueltas al
pasillo alfombrado con ribetes cálidos e ingresamos en una de las habitaciones
más alejadas. Me sorprendí de la velocidad con la que todo estaba ocurriendo.
Pensé que, tal vez, antes de darme cuenta ya estaría de vuelta en mi isla, y
súbitamente me di cuenta del aprecio que le tenía al viejo Antoine. Entramos a
una habitación oscura, Eugenio encendió la luz y vi que no había nadie más en
ella. Observó mi confuso rostro. Acá no es, me dijo.
Me explicó que aquel era el cuarto que compartía con
Ivis desde el día en que llegaron, y en donde me prepararía para la velada.
Ella esperaba en otra habitación, que habían alquilado especialmente para esa
noche, porque el encuentro debía darse en un lugar neutral, que no se
encontrara contaminado por la presencia del nuevo matrimonio. Yo me había
sentado en el taburete frente al aparador, y me disponía a preguntarle a
Eugenio que había querido decir con eso de –prepararme-, cuando apoyó el bolso
deportivo en el suelo y me hizo una seña para que me quitara las ropas. Con
gran parsimonia comenzó a sacar prendas y pequeños frascos que fue disponiendo
sobre la cama. Ceremoniosamente las acomodó en un orden que creí aleatorio, y
comenzó a vestirme con un traje blanco de oficial de la marina, con borlas y
medallas. Es una réplica, me dijo. Un disfraz. El original está guardado en
nuestra casa muy lejos de aquí, no hubo tiempo de hacerlo traer. Cuando terminó
de vestirme, comenzó a aplicarme una base por el rostro y a pintarme pequeñas
pecas con un pincel minúsculo. Pude ver que mientras lo hacía corroboraba el
progreso con una pequeña fotografía que había apoyado al pie del taburete.
Quise preguntarle por qué hacía todo aquello, que
espíritu tan límpido portaba aquel hombre que le permitiese ayudar a revivir al
antiguo amor de su mujer. Como toleraba la noción de que, por una noche, su propio
cuerpo sería suplantado por el de un fantasma que su amada añoraba más allá de
toda frontera conocida. Como soportaba que yo fuera testigo de aquel episodio,
que estuviera preparando un lugar en mis recuerdos para lo que iba a presenciar.
Como viviría con la imagen mía y de Bautista en una cama con su mujer. Quise
asegurarle que todo saldría bien, quise decirle que esté en paz, que yo lo
respetaba. Pero no encontré las palabras. Cuando entendió que ya estaba lista
la personificación, puso su mano en mi hombro recientemente condecorado y me
dijo: allí adentro va a pasar lo que tenga que pasar, yo no tengo por qué
enterarme, no voy a enterarme, ni por ella ni por nadie. Me entregó la tarjeta
magnética y me envió a la habitación 308.
Al encontrarme caminando solo, engullidos por aquellos
pasillos que me empujaban hacia la habitación de Ivis, me asaltó una idea
perturbadora. Me pregunté qué pasaría si, llegado el caso, yo no pudiera
desenvolverme con normalidad frente a sus exigencias, si mi cuerpo me fallara
en el momento central. Era evidente que
estaba ahí para cumplir una función, la cual me sería develada de un instante a
otro. Yo suplantaba a un hombre, a un marido, por el resto de la noche yo debía
ser Bautista. ¿Pero qué sucedería si éste Bautista era impotente? Podría
decirse que tantos años en su tumba de coral le habrían quitado sus reservas
hormonales; que la resurrección conlleva cierta sensación de nervios que
aplacan el espíritu; que la muerte adormece ciertos músculos. Cualquiera fuere
la excusa, si ese era el caso, Bautista sería un fiasco. Habría vuelto a la
vida solo para encontrarse nuevamente con la humillación y la derrota. Lo
imaginaba recostado sobre la cama con los ojos cerrados deseando que el mar se
lo tragara. Pero el mar ya se lo había tragado, y solo por esta única noche lo
había escupido de vuelta al mundo.
Cuando llegué a la puerta de la habitación froté la
tarjeta contra el lector y la abrí con facilidad. El cuarto se encontraba
sumido en una penumbra aséptica. La alfombra en el suelo anulaba el chirrido de
mi caminar y todo fue sucediéndose felinamente, en código de rito. Ivis estaba
sentada en un sillón poco mullido cerca de la ventana. La cabeza baja y las
manos sobre las rodillas genufléxas le daban una imagen aniñada. Sobre el buró
de su derecha había papeles desordenados y una botella abierta de ron añejo. Me
ubiqué en mi personaje y me acerqué anunciadamente. Con un gesto viril coloqué
mi mano sobre su cabeza, intentando abarcar la mayor parte posible de su
curvatura, luego, delicadamente, la tomé del mentón y erguí su mirada. Me
observó largo rato con detenimiento. Parecía buscar el nexo que pudiera reunir
aquel hombre lejano con aquella habitación tan inmediata. Luego me tomó de la
mano y la examinó entre las sombras, la besó y se la llevó al pecho con fuerza.
Sospeché en ese momento que probablemente hayan sido nuestras manos aquello en
lo que, con Bautista, compartiéramos el mayor parecido. Ivis se incorporó a mi
lado, absorbiendo en detalle el aroma del perfume que Eugenio me había
esparcido antes de echarme de su habitación. Me miró a los ojos con profundo
cariño y se coló entre los recovecos de mi cuerpo en un abrazo lleno de ahogo y
culpa. Repetía una y otra vez: Bau, Bau, Bau.
Algo que ambos sabíamos desde el inicio de la escena,
es que yo podría imitar, en apariencia, a Bautista. Sin embargo era evidente
que su voz, su personalidad y su discurso me resultarían irreproducibles. Eso
configuraba una limitación importante, puesto que, al igual que las frutas que
traía Antoine cada mañana, el mayor sabor nunca está en la cáscara. Sin embargo
intenté emular en mi cuerpo los gestos que se corresponderían con aquel marino
del que tan poco sabía, y durante las horas que estuve con Ivis en aquella
habitación mi aporte se redujo a sostener sus monólogos con gemidos y sutiles
muecas de aprobación o rechazo. Cuando ella preguntaba con tono retórico por
qué la había abandonado, o por qué tuve que haber subido a aquel barco
moribundo yo gruñía tibiamente en señal de furia contenida. Y cuando me
detallaba las penas que había sufrido y lo mucho que me había extrañado yo
expedía un ronroneo náutico intentando calmarla. Nunca supe cuántas de sus
expectativas se vieron cumplidas aquella noche. Supongo que no quedó lugar para
la pregunta. Luego de estarnos un rato de pie junto al sillón, ella me tomó de
la mano y me indicó que nos sentáramos en la cama. Apoyó su cara sobre mi
cuello y se quedó muy quieta en función de lo que entendí que era la
inmortalidad de algunos recuerdos. La noche nos fue recostando y solo se oía el
latido del mar que se colaba, entre algunos sonidos incómodos, por la ventana
entreabierta. Llegado un punto nos quedamos dormidos. Yo profundamente.
Cuando desperté era ya de mañana. Al principio no
lograba comprender que estaba haciendo en el cuarto de un hotel vestido de
marinero condecorado. Me asaltó el pánico cuando no pude conectar ninguna de
aquellas circunstancias con un trazo reconocible de mi vida. Luego recobré el
sentido. Me aliñé un poco el uniforme y decidí huir de allí a vuelo de pájaro.
Salí de la habitación 308 y bajé los pisos por la escalera de servicio. Cuando
abandoné completamente el personaje de Bautista, y recordé lo sucedido con mis
ojos de isleño, no pude decidir si durante la noche anterior había cometido una
buena obra o perdido una gran oportunidad. Supongo que las cosas nunca son tan
simples en la gran isla. Al llegar al Hall lo vi a Eugenio sentado en una de
las mesas del desayunador. Levantó su mano y me llamó cariñosamente para que me
acercara. Yo me apresuré hacia donde estaba, principalmente porque temía ser
reconocido por el personal del hotel. Sería una pena que estando tan cerca de
marcharme se echara todo a perder por haberme mostrado por la mañana en el
desayunador. Luego me di cuenta de que mi miedo era infundado, puesto que
seguía vestido con el uniforme de marino y era más que seguro que ni mi madre
me hubiese reconocido en aquel estado. Eugenio se mostró feliz, me dijo que lo
que fuera que hubiese pasado le había hecho muy bien a su mujer, la cual al
despertarse a mi lado en medio de la noche había decidido abandonar el cuarto y
volver a dormir junto a su marido, porque había sentido que ya no quedaba más
nada allí, ni en ningún otro lugar en que no estuviese él, porque había
entendido que él se había fundido de tal manera con ella que ya no podría decir
en donde acababa la vida de uno y empezaba la vida del otro. Me agradeció
repetidamente y me ofreció costear cualquier gasto que hubiese tenido, lo cual
rechacé sin dar lugar a insistencias. Cuando salía del desayunador, a la
distancia, la vi a Ivis, de pie junto a un enorme canasto de frutas. Me sonrió
tímidamente y levantó su mano al tiempo que bajaba la mirada. Sonreí en
respuesta y seguí mi camino sin detenerme. Al momento siguiente ya me
encontraba fuera del edificio.
Crucé la calle Obispo, y sentí el sol en el rostro y el
olor de los fresnos de junio. Muy a pesar de mi apuro por volver a mi isla,
caminé despacio entre los puestos de flores silvestres y libros usados. Era un
largo camino hasta la marina, donde Antoine me estaría esperando desde el
amanecer. De pronto sentí un grito a mis espaldas, y al volverme vi nuevamente
a Ivis que corría en mi dirección, ya no me pareció una mujer frágil. Saltó con
los brazos abiertos sobre mi cuello y me besó carnívoramente en los labios. La
ciudad enmudeció de repente y el día pareció detenerse por un momento. Si se
estaba despidiendo de mí o de Bautista no podría asegurarlo.