lunes, 21 de abril de 2014

LOS PASOS ROTOS

El médico había ordenado reposo, y específicamente que le evitaran cualquier situación de angustia o tensión. Desde la puerta de la habitación Ludmila lo veía dormir apaciguado, recuperándose de su peor estado. Todavía no retornaba del todo a su color natural, y un aura nívea bajaba por sus brazos que se enroscaban en la cobija. Desconocía qué pudiera haberlo sacado de su quicio tan súbitamente. Pablo era un hombre física y emocionalmente fornido, amasijado por una infancia austera y una madre ausente, él lo aguantaba todo. Había enterrado a su padre con el pulso intacto, criado una hija sin socavar su temple, engendrado una frondosa existencia sin pedir permisos ni perdones. Hoy su mujer lo había encontrado de rodillas frente a la pileta del baño, semidesnudo, la cara entumecida por la humedad de su llanto y el horror en sus ojos, sus manos y su timbre. Su humanidad había cedido ante su propio peso.
Llevaban juntos veintidós años, de los cuales habían logrado exprimir un amor tan exultante como indócil. Practicaban la libertad de espíritu, se complotaban contra el sincericidio y se avenían ante las vacilaciones intestinas que les provocaban algunas pequeñas grandes preguntas.
Él la había deseado desde aquella primera clase particular en casa de su madre, cuando la impresión de aquella adolescente altiva y escurridiza se aferró en su corteza en forma de recuerdo amorfo que iría tornasolando todas las adicciones consecuentes. Esa niña de orejas escondidas zanjó infinidad de alternativas, y así su devenir se redujo a un obstinado ascenso hasta lograr llegar a su acantilada cintura. Compitió fuertemente, tanto contra otros pretendientes como contra su propia personalidad de mercachifle espasmódico de corto vuelo. Debió probarse su hombría, su superioridad evolutiva. Le fue necesario acreditarse cualidades no convencionales, afilarse la genética, para luego transferir todo a Ludmila en la forma de promesas insensatas. Así se vedó toda licencia para fallar, aun en las pequeñas empresas, y fue gestando una especie de bacteria leudante que se arrojaba sobre toda cavilación y sospecha.    
Ella creció en el cobijo y la autoestima. De niña fue instruida a trascender en vez de transcurrir. Fue educada en la fe de las posibilidades infinitas, de la equivalencia celestial, de la irrevocabilidad de cada momento. Todo en ella era deseo proyectado, una persecución incesante de objetivos enlistados en macramé que hacía harto difícil no quedar enredado entre sus tangentes, o sus curvas orquideanas. Amaba al prójimo desde la distancia y sufría por efecto transitivo. Los pobres y los cachorros le eran indiferentes. Hablaba con decisión, con la firmeza de las convicciones impostadas, aunque internamente contenía el humo de su propia hoguera. Hoy es feliz, tal y como le enseñaron a serlo. Siguió al pie de la letra las instrucciones y su resultado emerge irreprochable desde la penumbra que la circunda.
Han pasado veinte minutos desde que Ludmila despidió al médico desde la reja de la entrada, y aún sigue intentando reconstruir el ánimo de Pablo en las horas previas a haber salido aquel momento hasta el correo para volver y encontrar su cuerpo flácido bajo la pileta del baño. Recorre la casa ansiosa, buscando la irregularidad en su disposición, intenta recrear la escena del baño y vuelve sobre los pasos rotos.
Al recorrer el pasillo piensa en su hija, Mara, y en si podrá convencerla este año de que venga a casa para las fiestas. Al llegar al comedor la luz la encandila, y al sostenerse sobre la mesa la recuerda abarrotada de papeles y carpetas, Pablo y ella sentados en extremos opuestos discutiendo las finanzas y postergando viajes prometidos. Enciende la luz de la cocina y tampoco percibe nada extraño, solo que la puerta de la alacena no cierra debido a que la vajilla está mal guardada, la de porcelana, regalo de casamiento. Ahora retoma los pasos hasta su habitación. Silenciosamente otea el escenario sin despertar a Pablo, que tuerce levemente la boca en uno de sus tics característicos y aprieta la sábana con el puño en señal de que aún no se ha recuperado. Recuerda sus primeros meses de casados, el amor austero, el miedo contenido, la inmediatez con la que sus vidas colapsaron sin reparos, atomizándose en el plano general y sin lugar para el consuelo. Recuerda sus votos matrimoniales, -a ti me entrego- y la solidez de su admiración por el hombre que prometió darle lo mejor de sí.
Por último entró en el cuarto de Mara, devenido en suerte de depósito desde que hace un año la joven decidiera que la infancia es un lobo del cual se huye. La habitación presentaba su regular estaticidad, excepto por la puerta entreabierta de su antiguo mueble de tocador. Avanzó cada paso recordando los rincones de su infancia, los anhelos descartados y algunos sueños truncos. Revivió las tardes de folclore en las que ayudaba a su padre a reparar el Valiant. Las risas entre amigas, confesándose las preferencias por los chicos de la clase. Se le humedecieron los labios al recordar la primera vez que fue besada, en la escalera de una escuela una noche de diciembre.

Al abrir la puerta del mueble tocador la pila de papeles cayó sobre la alfombra con dramático esmero. Los sobres estaban abiertos, la mayoría rajados con violencia, y las cartas pululaban entre semidobladas y arrugadas, exhibiendo toda gama de colores. Eran las cartas de Mariano, novio adolescente, amor de los primeros, consumado y extendido en el tiempo hasta que Pablo acaparara la escena. A Mariano le había tocado despertar la indómita criatura que hoy volvía a dormir debajo del manto de madre y esposa, y gran parte de aquella expansión hormonal había sido volcada en las cartas que ahora Ludmila sostenía entre sus dedos nerviosos. En ellas constaban experiencias, sensaciones y halagos. Detallaban la vertiginosidad con la que un cuerpo se arrojaba sobre el otro, las iniciaciones nerviosas, las virtudes de escapistas, la farsa ante las familias, la arena entre las ropas. Una de las cartas llevaba su propia letra, no le fue necesario releerla, la sabía allí, la última carta, la que nunca llegó a destino. En ella le confesaba un amor intransferible, un recuerdo indeleble, el deseo de una última vez, ajena al tiempo y las circunstancias. Le rogó que le siguiera el rastro, guiado por las migas que iría dejándole de tanto en tanto. Lo aceptó como el único y le pidió de rodillas que la perdonara por haberse entregado al convencionalismo y la racionalidad, aun sabiendo que el dolor de su pérdida la embargaría eternamente. Drásticamente había sellado su despedida –la parte mía que te has llevado morirá huérfana conmigo-. Ludmila dejó caer la carta sobre la alfombra, al tiempo en que se reprochaba por no haberse deshecho de aquella correspondencia pueril y caduca, y lloró por su marido, y por el agónico dolor al que lo había expuesto con su personalidad retentiva y cromática. Una punzada le invadió el estómago, y un dolor adyacente comenzó a tomar la forma de lo irrebatible. Al bajar la mirada vio la sangre, la mano y la empuñadura de la cuchilla de cocina. Giró levemente sobre sí misma, ahogada. Vio el rostro de Pablo, que también lloraba, y exhalaba atropelladamente palabras inaudibles que sonaban como un pedido de disculpas. 

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