Hoy vi un tipo en una esquina de calle Pellegrini, hacía
malabares en el semáforo y pedía monedas a los conductores. Le faltaba una
pierna. Me hubiese gustado acercarme y preguntarle si él creía que la gente
colaboraba más por la pierna ausente que por su habilidad de controlar cuatro
limones en el aire. Supongo que me habría contestado que es una combinación de
las dos cosas.
Es un pensamiento extremadamente horrorizante, pero a veces
me gustaría haber perdido una pierna, o un brazo. Así por lo menos la gente se
concentraría en ese defecto y podría ser recordado amablemente y con desgano.
Soy un tipo regularón. Ni tan lindo ni tan feo, ni flaco ni
gordo, tengo dos brazos, dos piernas y veinte dedos, como casi casi todo el
mundo. Tampoco se hacer malabares. No tengo nada especial, más que los agujeros
en la cabeza que me dejan las miradas ajenas, porque soy alérgico a los ojos de
terceros. Por eso no pude aguantar mi pueblo, la presión de no tener nada que
dar, la sensación de estar regalándole flores a un florista. Por eso me vine
acá, donde hay mucha más gente, y destacarse es todavía más difícil, porque
entonces una vida regular en una ciudad de millones de habitantes de pronto
casi que se justifica sola, o al menos eso intenté creer.
Quisiera haber sido un poco más inteligente, o un poco más
estúpido, el primero resalta y el segundo ni se entera. Pero mi única particularidad
es mi conciencia; una cabeza de cinemómetro que detecta cada movimiento desde
el punto fijo en el que se encuentra. Y ve cómo los autos nuevos y encerados le
pasan a 178 km. por hora en doble raya amarilla sin poder ni hacerles la multa.
Pero también soy plenamente consciente que se espera de mí lo mismo que de la
mayoría, porque corro sin privilegios ni atenuantes. Es por eso que a menudo me
siento como el patito feo cuando se sienta al lado del patito horrible, y lo
mira con cara de gaucho como diciendo –somos del palo- pero estupefacto por su
cara de bazofia y su karma insuperable.
Me paso la vida escuchando como se categoriza a la gente de
manera compuesta; “es un gordo gracioso”, “es una hueca hermosa”, “es un
pelotudo bárbaro, pero tiene una voz”. De mí solo se dice “Es”. Cada integrante
de mi familia lleva una foto mía en la billetera, al principio no me había
llamado la atención, hasta que me di cuenta de que la usaban para presentarme.
Era la única referencia posible, “Es éste, mirá”.
Por eso a veces quisiera ser rengo, o manco, o albino. Sé que
es un deseo de lo más antipático, y respeto a los que no lo entienden y tienen
ganas de partirme una silla en la espalda, pero la extremidad que me falta es
una de las que pasan por dentro, las que no dejan muñones, y para las que no
existen muletas. Y así nadie me daría una moneda, aunque supiera hacer
malabares.