viernes, 5 de julio de 2013

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Hoy vi un tipo en una esquina de calle Pellegrini, hacía malabares en el semáforo y pedía monedas a los conductores. Le faltaba una pierna. Me hubiese gustado acercarme y preguntarle si él creía que la gente colaboraba más por la pierna ausente que por su habilidad de controlar cuatro limones en el aire. Supongo que me habría contestado que es una combinación de las dos cosas.
Es un pensamiento extremadamente horrorizante, pero a veces me gustaría haber perdido una pierna, o un brazo. Así por lo menos la gente se concentraría en ese defecto y podría ser recordado amablemente y con desgano.

Soy un tipo regularón. Ni tan lindo ni tan feo, ni flaco ni gordo, tengo dos brazos, dos piernas y veinte dedos, como casi casi todo el mundo. Tampoco se hacer malabares. No tengo nada especial, más que los agujeros en la cabeza que me dejan las miradas ajenas, porque soy alérgico a los ojos de terceros. Por eso no pude aguantar mi pueblo, la presión de no tener nada que dar, la sensación de estar regalándole flores a un florista. Por eso me vine acá, donde hay mucha más gente, y destacarse es todavía más difícil, porque entonces una vida regular en una ciudad de millones de habitantes de pronto casi que se justifica sola, o al menos eso intenté creer.

Quisiera haber sido un poco más inteligente, o un poco más estúpido, el primero resalta y el segundo ni se entera. Pero mi única particularidad es mi conciencia; una cabeza de cinemómetro que detecta cada movimiento desde el punto fijo en el que se encuentra. Y ve cómo los autos nuevos y encerados le pasan a 178 km. por hora en doble raya amarilla sin poder ni hacerles la multa. Pero también soy plenamente consciente que se espera de mí lo mismo que de la mayoría, porque corro sin privilegios ni atenuantes. Es por eso que a menudo me siento como el patito feo cuando se sienta al lado del patito horrible, y lo mira con cara de gaucho como diciendo –somos del palo- pero estupefacto por su cara de bazofia y su karma insuperable.

Me paso la vida escuchando como se categoriza a la gente de manera compuesta; “es un gordo gracioso”, “es una hueca hermosa”, “es un pelotudo bárbaro, pero tiene una voz”. De mí solo se dice “Es”. Cada integrante de mi familia lleva una foto mía en la billetera, al principio no me había llamado la atención, hasta que me di cuenta de que la usaban para presentarme. Era la única referencia posible, “Es éste, mirá”.


Por eso a veces quisiera ser rengo, o manco, o albino. Sé que es un deseo de lo más antipático, y respeto a los que no lo entienden y tienen ganas de partirme una silla en la espalda, pero la extremidad que me falta es una de las que pasan por dentro, las que no dejan muñones, y para las que no existen muletas. Y así nadie me daría una moneda, aunque supiera hacer malabares.    

Fanfarria

Tengo un cuaderno, una libreta y una libretita, en los que voy anotando desde cómo se me cae el pelo hasta la rubicunda expresión de mi vecina Alicia la mañana en que Raúl, su filo, se le apareció en plena vereda a gritarle que finalmente había enviudado. Las leyendas soeces escritas en los billetes con la ortografía de la educación pública, la baba de los infantes en las cadenas de las hamacas de Plaza España, las calorías descartadas por los joggistas en el paseo costanero, que se arremolinan en supernovas adiposas sin estilo ni futuro. Todo va a la libreta en una especie de guión supercinematográfico con soundtrack rimbombante y final de Libertango, que se va abriendo paso entre los culebrones mal atados y los formatos de actualidad conducidos por humanoides bien peinados que presentan notas antropófagas en blanco y negro.

Trato de hacer foco en la cadencia, en el movimiento náutico que hay detrás de cada partícula, y que estúpidamente morigeramos cada vez que decimos –huy, mirá que linda está la luna-, desentendiéndonos de todo lo otro, de la secuencia; del dolor en el cuello que te hizo levantar la cabeza, que hace unas horas te voló tu vieja, que hace tres días que no se toma un mate con vos, que hace dos meses que estás saliendo con éste chico nuevo, del que ella todavía no sabe nada. La luna es la pausa, o el ojo entreabierto de tu vieja.

Todo es una secuencia en fuga, que se entrevera en la lontananza disimulando los solsticios. Por eso me gusta tanto Jarrett, porque en medio de una pieza instrumental kármica da un gemido y te patea el piano en la trasnota, para que escuches al tipo que está tocando el piano, y después escuches el piano.
La gente piensa que ya estoy gastado. Cuando me ven sentado en el banco del parque, con mis libretas y libretitas, piensan que levanto quiniela o que les estoy haciendo un censo a las palomas. Poco me importa, porque entonces veo a los pies de esa gente una rama de fresno que remonta la grava con la misma forma en que el Paraná remonta la Mesopotamia, inhalo profundo, y siento como mis células se van inmolando ante tanta congruencia.

Quedará de mi un recuerdo vano, breve, y una aglomeración de libretas y libretitas en algún habitáculo color sepia en el que siempre será de noche. Quisiera contar con que aquel que las encuentre notará que todas las puntas inferiores de las hojas han sido arrancadas en forma irregular, y tal vez comprenda con el tiempo que algunas cosas no pueden ser enumeradas. 

Todo libro es, a la vez, todos los libros y ningún libro.


Pelacables

Soy de la generación del posteo, la memoria RAM y los dientes azules. En la cual las cosas ya no se suben ni se bajan en un plano vertical sino en un plano transversal e irreverente, que supera en tamaño a todos los mares de la tierra juntos. Donde las redes ya no son aparejos hechos con cuerdas, ni colecciones de agujeros atadas con un hilo (como decía Julián Barnes), sino extensiones de la personalidad, prendas sociales, como lo son una campera de cuero o un tatuaje de Patricio Rey.
Hoy vemos gran parte de la realidad a través de ventanas, que no tienen vidrio ni marco. Una conversación que se sale de proporción puede ser minimizada mediante un click en el rincón superior derecho de la pantalla. Y los dolores musculares tienen cada vez más relación con el sedentarismo y la obturación de sillas en el culo que con la actividad física.

Hace más de tres horas que se cayó internet en mi departamento. Justo cuando estaba terminando de bajar el season finale de la última temporada de Breaking Bad el maldito router inalámbrico decidió degradarse a la condición de chatarra espacial. Desde entonces que inicié una especie de tour de france por mi casa, probando toda clase de posiciones sexuales con la notebook intentando enganchar la señal del wifi de mi vecino, el mormón del 4C que todavía no le puso contraseña. Y así voy por los rincones de mi reino, con la ventanita abierta que dice “Pokemon Wifi Unsecured”, mirando idiotizado el medidor de señal como si se tratara del electrocardiograma de mi abuelo. Abro todas las ventanas (las reales, las de vidrio) para que corra la brisa, porque como no entiendo cómo funciona la ingeniería de una señal inalámbrica tengo el derecho de pensar que el viento podría ayudarla a llegar con mayor facilidad. Ahora tengo frío, y sigo sin internet, y el mormón debe estar ahí arriba mirando dibujitos en HD mientras yo postergo la oportunidad de ver el season finale de la última temporada de Breaking Bad, y quiero gritar, quiero que un rayo fulmine a Bill Gates, al inventor del Wifi y al cordobés del soporte técnico que me dijo por teléfono que mi problema no se encontraba en el servicio de internet sino en el router, y que para solucionarlo tenía que llamar al fabricante, en China.

Para despejarme un poco me siento en el sofá con el celular y le activo el 3G (la chica del 0800 de la compañía telefónica me dijo que encienda el 3G solo cuando vaya a usarlo porque sino el aparato colapsa sin razón aparente). Abro Facebook y veo que un pibe que conozco solo de nombre pero agregué como amigo porque me gustaba su prima posteó una foto de Walter White vestido con un overol amarillo en un trono de madera, el título en letras rojas en la parte superior “Breaking Bad, season finale”. Cierro Facebook, abro la agenda del teléfono y me anoto para mañana borrar a ese nabo de mi circulo virtual. Abro Twitter, veo en el cuadradito de los hashtags activos que el primero es #BreakingBad. Cierro Twitter, no sea cosa que un pelotudo. Me siento en la computadora de escritorio  (el cordobés había dicho desktop) y abro el diario digital para ver si finalmente Riquelme va a volver a Boca o se va a poner una heladería en San Telmo, ahí me acuerdo de que no tengo internet. Le doy un puñetazo a la CPU y uno de los plásticos del frente se hunde y se pierde adentro de la carcasa. Ahora veo la infinidad de cables de colores y circuitos complejísimos de última tecnología que no sirven de un carajo si al cubo de plástico blanco con antena mongoloide y luces de casino que tiene al lado se le ocurre dejar de funcionar.


La situación me ofusca sobremanera, y me llega el hambre. Decido pedir comida al delivery pero me doy cuenta de que necesito internet para buscar el número de Santino. Nunca se me ocurrió anotarlo en un papel, ni pedir en las veces anteriores que me manden un imán para la heladera. Vuelvo al celular y activo el 3G. El tiempo que tarda en abrirse el navegador me habría sobrado para amasar una pizza casera, tomar clases de ingeniería industrial y construir el horno en el cual cocinarla. Finalmente arranca. Googleo Santino, repito el número en voz alta, cierro el navegador, desactivo el 3G y llamo desde el celular. Ocupado. Busco un cigarrillo, hace dos días perdí el encendedor así que lo prendo con la llama del piloto del calefón. Me detengo a mirar las luces del router, siguen titilando irregularmente, señal de que no hay señal. Me crece el hambre, busco el teléfono para volver a llamar. Me olvide el número. Pruebo con uno que me parece, atiende una señora con voz de chupada, en el fondo se escucha la voz de Tinelli en el televisor. -Perdón, equivocado- corto. Vuelvo a activar el 3G y abro el navegador. Pienso en lo que construiría si fuera ingeniero industrial, podría diseñar un alto horno, pero no podría arreglar el router para ver el season finale de Breaking Bad. Pienso que podría estar bueno saber hablar chino, y llamarlo al cordobés para leerle el manual de instrucciones del router, y putearlo, en chino. Arranca el navegador. Googleo Santino, busco una birome y anoto el número de teléfono, lo pego en la heladera con el pedazo de cinta scotch con el que a la tarde me habían cerrado el paquete de facturas. Llamo, pido una pizza, -cincuenta minutos- me dice el tano, están demorados porque se les cayó el sistema y tenían todos los pedidos en la computadora, -te entiendo flaco, mandala igual-, y pido cambio. 

Estamos hechos de noche

Porque la noche es un reducto oscuro, mínimo y expansible, en el cual, como en un cine o teatro, nadie llora solo, sino entre vecinos fugaces que comparten la sala, o la noche.
La noche entera cabe en la yema del dedo que toca el timbre que durante el día intentaste olvidar. Baja súbita de las copas de los árboles de la vereda, y sube en cada ascensor esperanzado. No tiene vértigo ni aversión por los insectos. Se va haciendo fuerte entre las ropas enrolladas a los pies de las camas, en los almohadones arábicos que rodean mesas ratonas quemadas por sahumerios, en los platos sucios sobre las piletas húmedas.

La noche todo lo transforma, en la noche habitan los fantasmas, donde las multitudes de solos son testigos de la ciudad que se repliega, que se autodevora en sus formas y desconoce sus propios límites. 
Estamos hechos de noche, y de noche descansamos lo que la noche descansa en nosotros.