Pasan los años y pasa la vida. Pero
las que verdaderamente importan, las que hacen la diferencia, son las
estaciones. Atrás quedó el verano. Y pasó sin pena ni gloria el indiferente
otoño (Winter is coming). Ahora llegó el frío, el invierno mal habido que curte
los días y nos fuerza a un toque de queda constante.
Se
acabaron las cervezas de final de la tarde. Los asados carancheados al lado de
la parrilla. Las conversaciones espontáneas en las esquinas. Ahora los que
salen a correr por los parques y avenidas anchas son los que corren en serio.
Ya no se los ve más a los maratonistas estacionales, los amantes de los pájaros
y los que son puro MP3. Ahora los que corren son los que se toman a pecho eso
del ejercicio, los que se cronometran los tiempos y las distancias, se miden y
se superan, sabedores de la lycra y el spandex, y que dicen no poder aguantar
un solo día sin salir “a entrenar”.
Ahora
es otra cosa. El frío cala hondo y siempre. Porque si algo tiene el frío es esa
sensación de perpetuidad, ese enrosque en uno mismo que parece que va a durar
toda la vida, y que hace que el verano parezca algo que ya pasó, que ya nos
dejó atrás y nunca más volverá, como una especie de mirage o regalo divino que
no supimos aprovechar.
Fogwill trató muy bien el
tema del frío en Los Pichiciegos (entre otras cosas que trató, entre ellas el
relativismo de los bandos: está el bando de los argentinos y el de los ingleses,
y a su vez en cada bando está el bando de los que quieren vivir a toda costa y el
de los que también quieren vivir pero no saben qué hacer con eso). Me fui. El
frío, ah. Fogwill, ah. Él dice que el frío, cuando se viene desde un ambiente
cálido, cuando se prepara el cuerpo para afrontarlo, es soportable. Salir
calentito al frío durante un momento es casi deportivo. En cambio ese mismo
frío, cuando va sumando horas de exposición, cuando el calor quedó tan atrás
que más parece una cicatriz que una sensación, es irreversible. Eso es (en
menor medida) justamente en lo que nos hace caer de a poco el invierno. Porque
arranca suave y casi nostálgico. Con esa oportunidad de volver a usar la
campera de cuero que te regaló tu ex, o quedarte un sábado a la noche en casa
mirando tele desde una caverna de frazadas. Pero con el tiempo, con la
exposición, la cosa cambia. Ahora tenes los huevos por el piso de usar siempre
la misma campera (que ya bien podría salir caminando sola de la mugre que
junta), y de todos tus pantalones te das cuenta que el que te abriga de verdad
es uno solo, y no da más, no podes mostrarte con eso en la calle. Ya estás
harto de tu casa y de la tele, y las frazadas parecen haberte gambeteado la
defensa y medido al arquero, porque calientan cada vez menos.
Por
eso el frío es la muerte. Porque todo lo que representa vida se hace al aire
libre, o transpirando, o literalmente en pelotas. Porque la imagen del invierno
son dos viejos en sillones hamaca leyendo un matutino (la vieja tejiendo) al
lado de la chimenea que chispea. Pero si a esos mismos viejos los trasladas,
exactamente en la misma posición, a dos reposeras a la sombra cerca de la
parrilla también van a escuchar el chasquido de la madera ardiendo (o carbón si
sos bicho de ciudad, el chasquido es casi igual, el sabor nada que ver). El
viejo puede leer igual su matutino, y si le agregas una partida de tute cabrero
a media tarde la va a pasar mucho mejor. La vieja puede seguir tejiendo
también, pero si entre punto y contrapunto echa una ojeada a los nietos que
chapotean en la pileta le va a gustar mucho más. Es así. En el verano hay lugar
para todos. No importa la edad ni la clase social. Los chicos corren por el
pasto y entre los árboles, los adolescentes se recontra maman a los gritos y
duermen en el banco de la plaza hasta que se les pase y no los descubran los
viejos. Los grandes repintan la casa, compran luminarias de exteriores, algún
aparato eléctrico para el césped o la pileta, agrandan la parrilla, e invitan
en una sola temporada a medio centenar de personas que ni locos soportarían
encerrados en un living de invierno. ¿Los pobres? No, los humildes. Bueno. Los
humildes llenan de agua palanganas, tanques y pozos, y chapotean y se
despanzan. Porque el agua refresca a todo el mundo por igual, tan macanuda es.
Pero
el frío es cosa seria. Mata gente. Mata pobres y viejos. Aliena las plazas,
vacía las calles, incita a la delincuencia y al asolamiento. El frío además,
ese frío desesperanzador de mitad del invierno, transforma a la gente. La va
descolorando, opacando y amuchándola en sí misma. Nos junta a todos en un gran
y apabullante humor y nos pone a tiro de gracia, como un montón de cachorros
abandonados adentro de una caja de cartón en medio de la calle, llorisqueando y
trepando unos arriba de los otros para intentar ver si hoy pasa o no pasa el
camión de la basura que finalmente nos arrolle.
Hay
quienes dicen que la política polariza. Que todos los días se rompen amistades
y lazos filiales por no poder coincidir en un mismo partido o una misma idea de
gobierno. Yo le temo más a la polarización del frío (que no es lo mismo que el
frío polar, o frío polarizado), porque a mis amigos (que no son tantos como
parece) les gusta el frío. Los muy hijos de puta lo esperan. Lo extrañan. Son
cadáveres, tienen que ser cadáveres, me digo, como para convencerme de que no
pude haber elegido tan mal mis amistades. Ellos se ponen la campera, les gusta
eso de usar gorros ridículos (que más que boludos parecen un fibrón sin tapa),
y salen a la calle. Y laburan, y fuman en la vereda, y cuando asoma un solcito
al mediodía por ahí se animan a cafetear al aire libre. Yo por dentro deseo que
se les rompa la caldera, que se le aflojen los burletes de las ventanas, quiero
que lleguen a sus casas arrastrando el último frío de la tarde y tengan que
seguir cagándose de frío porque no hay agua caliente. Porque en algún momento
tenes que ceder. Puede que dependa de algún grado mayor de tolerancia, pero a
la larga todo el mundo cede, y el invierno es largo.
Me
dirán que contra el frío sale a jugar a la cancha un buen vino, o algún
aguardiente. A ver. He disfrutado en exceso de los excesos del alcohol (que es
la mejor manera de disfrutarlo) y jamás he dejado pasar una copa, vaso o petaca
porque hiciera calor. A lo sumo después te refrescas con una vaso de cerveza
bien fría, y sino te llevas la botella debajo de la ducha helada mientras
repasas el abecedario en inversa para comprobar que lo que tenes todavía no es
un problema tan serio. Me dirán lo mismo del café. Pero pasa exactamente igual.
El café, al igual que el alcohol, excita una parte distinta del espíritu, que
nada tiene que ver con la temperatura ambiente. Así que no jodan.
Lo
lindo del frío es la nieve. Dicen algunos con una expresión que oscila entre lo
inocente y lo burdamente homosexual. Sí, pero la nieve “linda” es esa que cae
en Bariloche y seis ciudades más de la Argentina. El resto es nieve con barro
en el campo o la ruta, y solo la aprecian las vacas y los conductores que, por
manejar en la nieve, terminan estrolados en la banquina. Y si querés disfrutar
en serio la nieve “linda” tenés que pagar en un día el equivalente a un año de
televisión por cable para ponerte un mameluco y dos tablas en las piernas y
caminar como un boludo que acaba de cagarse encima hasta colgarte de un
cachivache que te lleve hasta una cumbre, donde los chifletes te violan por
lugares insospechados mientras intentas bajar patinando con estilo y sin
romperte las caderas.
No,
el frío es cosa seria. O tal vez soy yo el que se pone serio cuando hace frío.
Chamuscado entre camisetas camisas y pulóveres. Con partes del cuerpo que hace
semanas que no veo (a veces me hago un chequeo preventivo, a ver si todo está
donde tiene que estar y sigue siendo del mismo color). Con esa picazón
constante que provoca la falta de oxígeno y los sabañones. La cara pálida, los
ojos muertos, los dedos amarillos por el cigarrillo. El olor a nada.
Yo
sigo esperando el día en que me despierte y vea a mi mujer abriendo de par en par
las ventanas del dormitorio, y sentir que el sol me chupa la cara y me carga la
batería del teléfono. En vez de eso, la encuentro enrollada en la estufa del
living o fumando vapor en el baño. Sigo rechazando invitaciones espurias a
comidas con salsa y guisos multitudinarios en “quinchos” que siempre prometen
una mayor calefacción de la que cumplen. Sigo intentando saber quién soy debajo
de todo este abrigo. Y en medio de tanto rechazo y confusión, tal vez lo único
que tenga en claro es que yo soy un eterno enamorado del verano, hijo del sol,
fornicador de reposeras y fumador de bronceadores. Y no lo digo llorando ahora
porque tengo semi-congelados los lagrimales, pero de tanto en tanto, cuando el
verano me abandona y se va con las ballenas quien sabe adónde, no me queda otra
opción más que dejarme ir con él, y dejar que el frío me congele la ilusión
antes de alcanzarme los huesos.