Vivo
al lado de un colegio. En una zona de colegios. Pero que además es una zona de clínicas,
sanatorios, hogares residenciales para ancianos, y viviendas. El martes 17 de
marzo a las 6.30 am un grupo de unos cuarenta alumnos del Colegio Dante
Alighieri desembarcó en pleno cantero del Boulevard Oroño con bombos,
redoblantes, cantos y una enorme caja de cartón llena de petardos.
Durante
más de una hora mantuvieron al barrio de rehén festejando quién sabe qué,
mientras los vecinos se asomaban a los balcones con la cara adormecida y los
huesos llenos de impotencia.
Las
detonaciones se daban con espacios de tres minutos, y resonaban con intencional
prejuicio en los marcos de las ventanas de los edificios. En dos ocasiones, un
perro huérfano no pudo contener su instinto y logró tumbar el mortero antes de
que la bomba saliera. Las dos veces se produjo la explosión sobre la vereda del
colegio de enfrente, sin heridos, de casualidad.
Cerca
de los 30 minutos de festejo, personal de barrido y limpieza llegó al lugar.
Seguramente cumpliendo el organigrama municipal. Intentaron loablemente
parapetarse a la vera del grupo de estudiantes y adoptar una actitud que logre
intimidarlos. No lograron nada.
Habiendo
transcurrido casi una hora del bochorno arribaron a la escena dos policías de
la Provincia de Santa Fe y dos de la Guardia Urbana Municipal. Adoptaron el
mismo protocolo que los de limpieza. Miradas intimidantes y acercamientos
fugaces y progresivos. Al final, agotada la paciencia supongo, decidieron
intervenir y les quitaron a los estudiantes la enorme caja de cartón con lo que
supuestamente habría sido el excedente de petardos. Diez minutos después,
seguían explotando las bombas sobre la avenida.
Y
entonces no pude evitar pensarlo: Vivo en el país más tolerante del mundo.
Porque
esto no sucedió un martes en particular, en una cuadra en particular. Esto
ocurre casi todos los días, en distintas locaciones, y a causa de los motivos más
variados.
Comentando
el hecho con personas del entorno diario descubrí que casi todos habían sufrido
una vejación semejante y reciente. Vecinos de otros colegios, del Monumento
Nacional a la Bandera, de parques céntricos, de bares y discotecas, estadios de
fútbol, todos toleran con rigor inalterable el clamor de los que se arrogan el
derecho a festejar. Y todos coincidían en que ese festejo, por algún motivo,
adquiere validez solo a través de su difusión. Porque no se vale festejar si
nadie se entera. Porque un cántico sin audiencia es solo un grito estéril. Y si
a nadie le interesa el festejo será cuestión de ir y cantárselos en la cara,
con bombos y bombas, para que vean, para que se convenzan de que los motivos
son impostergables, que la unión hace la fuerza, que la patria somos nosotros,
los célebres.
Tal
vez en otras tierras los colegios sean sancionados por los hechos de sus
alumnos (que, por más que actúen en la vía pública lo hacen como un sujeto de
pertenencia). Eso es lo que suele ocurrir en los casos de incidentes ocurridos
en ocasión de los espectáculos deportivos y tanto la legislación como la
opinión pública parecen estar de acuerdo.
Tal
vez en otras tierras sea el mismo colegio el que reprenda a sus alumnos (Cathedra mea, regulae mea), después de
todo es la institución en la que confiamos para iniciar a los jóvenes en la
vida cívica.
Y
tal vez, en tierras muy lejanas, sean los padres los que reprendan a sus hijos
(si es que aún les queda algún interés en hacerlo), pero eso ya parece demasiado
pedir.
El
tema aquí es la irreverencia, y el mayor problema de la irreverencia es que jamás
va encontrar un tope mientras se lleve puesta la tolerancia. Porque es evidente
que en cuanto nos decidamos a aceptarlos, los bombos y los estruendos perderán
legitimación como símbolos de descaro, y entonces la avidez por rebelarse exigirá
pisar un césped que todavía crezca sereno.
Cuando
me fui de mi casa, cerca de las 8 am, las bombas seguían estallando. Mi mujer e
hijo de dos meses buscaban un refugio que simplemente no existía para
resguardarse de algo que no tenía explicación. Sobre la vereda dos policías
conversaban/negociaban con dos estudiantes enmascarados y llenos de papel
confeti, y en la puerta del colegio los celadores miraban el plano abierto de
un día no tan ordinario en su trabajo.
Hay
una frase, tan vieja como sabia, que dice que los derechos de uno terminan
donde empiezan los derechos del otro. Me resulta muy difícil celebrar que estemos
desembarcando en el país de los derechos infinitos, al precio de vivir en el
país sin el otro.
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