Soy de la generación del posteo, la memoria RAM y los dientes
azules. En la cual las cosas ya no se suben ni se bajan en un plano vertical
sino en un plano transversal e irreverente, que supera en tamaño a todos los
mares de la tierra juntos. Donde las redes ya no son aparejos hechos con
cuerdas, ni colecciones de agujeros atadas con un hilo (como decía Julián
Barnes), sino extensiones de la personalidad, prendas sociales, como lo son una
campera de cuero o un tatuaje de Patricio Rey.
Hoy vemos gran parte de la realidad a través de ventanas, que
no tienen vidrio ni marco. Una conversación que se sale de proporción puede ser
minimizada mediante un click en el rincón superior derecho de la pantalla. Y
los dolores musculares tienen cada vez más relación con el sedentarismo y la
obturación de sillas en el culo que con la actividad física.
Hace más de tres horas que se cayó internet en mi
departamento. Justo cuando estaba terminando de bajar el season finale de la última temporada de Breaking Bad el maldito
router inalámbrico decidió degradarse a la condición de chatarra espacial.
Desde entonces que inicié una especie de tour
de france por mi casa, probando toda clase de posiciones sexuales con la
notebook intentando enganchar la señal del wifi de mi vecino, el mormón del 4C
que todavía no le puso contraseña. Y así voy por los rincones de mi reino, con
la ventanita abierta que dice “Pokemon Wifi Unsecured”, mirando idiotizado el
medidor de señal como si se tratara del electrocardiograma de mi abuelo. Abro
todas las ventanas (las reales, las de vidrio) para que corra la brisa, porque
como no entiendo cómo funciona la ingeniería de una señal inalámbrica tengo el
derecho de pensar que el viento podría ayudarla a llegar con mayor facilidad.
Ahora tengo frío, y sigo sin internet, y el mormón debe estar ahí arriba
mirando dibujitos en HD mientras yo postergo la oportunidad de ver el season finale de la última temporada de
Breaking Bad, y quiero gritar, quiero que un rayo fulmine a Bill Gates, al
inventor del Wifi y al cordobés del soporte técnico que me dijo por teléfono que
mi problema no se encontraba en el servicio de internet sino en el router, y
que para solucionarlo tenía que llamar al fabricante, en China.
Para despejarme un poco me siento en el sofá con el celular y
le activo el 3G (la chica del 0800 de la compañía telefónica me dijo que encienda
el 3G solo cuando vaya a usarlo porque sino el aparato colapsa sin razón
aparente). Abro Facebook y veo que un pibe que conozco solo de nombre pero
agregué como amigo porque me gustaba su prima posteó una foto de Walter White
vestido con un overol amarillo en un trono de madera, el título en letras rojas
en la parte superior “Breaking Bad,
season finale”. Cierro Facebook, abro la agenda del teléfono y me anoto
para mañana borrar a ese nabo de mi circulo virtual. Abro Twitter, veo en el
cuadradito de los hashtags activos que el primero es #BreakingBad. Cierro
Twitter, no sea cosa que un pelotudo. Me siento en la computadora de escritorio
(el cordobés había dicho desktop) y abro el diario digital para
ver si finalmente Riquelme va a volver a Boca o se va a poner una heladería en
San Telmo, ahí me acuerdo de que no tengo internet. Le doy un puñetazo a la CPU
y uno de los plásticos del frente se hunde y se pierde adentro de la carcasa.
Ahora veo la infinidad de cables de colores y circuitos complejísimos de última
tecnología que no sirven de un carajo si al cubo de plástico blanco con antena
mongoloide y luces de casino que tiene al lado se le ocurre dejar de funcionar.
La situación me ofusca sobremanera, y me llega el hambre.
Decido pedir comida al delivery pero me doy cuenta de que necesito internet
para buscar el número de Santino. Nunca se me ocurrió anotarlo en un papel, ni
pedir en las veces anteriores que me manden un imán para la heladera. Vuelvo al
celular y activo el 3G. El tiempo que tarda en abrirse el navegador me habría
sobrado para amasar una pizza casera, tomar clases de ingeniería industrial y
construir el horno en el cual cocinarla. Finalmente arranca. Googleo Santino,
repito el número en voz alta, cierro el navegador, desactivo el 3G y llamo
desde el celular. Ocupado. Busco un cigarrillo, hace dos días perdí el
encendedor así que lo prendo con la llama del piloto del calefón. Me detengo a
mirar las luces del router, siguen titilando irregularmente, señal de que no
hay señal. Me crece el hambre, busco el teléfono para volver a llamar. Me
olvide el número. Pruebo con uno que me parece, atiende una señora con voz de chupada,
en el fondo se escucha la voz de Tinelli en el televisor. -Perdón, equivocado-
corto. Vuelvo a activar el 3G y abro el navegador. Pienso en lo que construiría
si fuera ingeniero industrial, podría diseñar un alto horno, pero no podría
arreglar el router para ver el season
finale de Breaking Bad. Pienso que podría estar bueno saber hablar chino, y
llamarlo al cordobés para leerle el manual de instrucciones del router, y
putearlo, en chino. Arranca el navegador. Googleo Santino, busco una birome y
anoto el número de teléfono, lo pego en la heladera con el pedazo de cinta
scotch con el que a la tarde me habían cerrado el paquete de facturas. Llamo,
pido una pizza, -cincuenta minutos- me dice el tano, están demorados porque se
les cayó el sistema y tenían todos los pedidos en la computadora, -te entiendo
flaco, mandala igual-, y pido cambio.
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