miércoles, 22 de enero de 2014

Calcomanías

Basta con que yo escriba algo, lo altere cien veces y se lo pase a alguien (cualquiera) para que pierda todo gusto por esa pieza. Una vez expropiado de mi inmanencia, desnaturalizado, el relato se me hace tan interesante como el instructivo de una fotocopiadora. Y así ha de volar convertido en avión de papel, o hundirse como señuelo de plomo. Es que una vez que cae sobre su regazo la maquinaria estereofónica del perfil ajeno se pierde el control sobre todo lo escrito. Y la puntuación confunde, y los personajes se aglutinan, y es muy probable que no hayas visto el gajo de mandarina que se cayó junto al pie de la cama mientras ella le decía que el beso en la estación había sido una mentira. No lo viste, pero ahí estaba. Porque es responsabilidad tuya levantar el texto por sobre tu cabeza, asomarlo. Y porque sos el exclusivo dueño de tus propios pelos, y sólo si logras que cada una de las letras encaje como un lego con tus terminaciones nerviosas y tus niveles de serotonina, tal vez por un momento se te ericen.
Hay de todo. Poemas que pueden leerse en un viaje de ascensor. Cuentos dietéticos que hacen que uno se saltee las comidas. Y hasta novelas matemáticas que arremolinan la tensión y se te van en las dos últimas páginas con ese ruido grotesco que hace el agua al terminar de escaparse por el resumidero. Hay incluso algunos pasajes tan precisos que nos tuercen los brazos y obligan a dejar por un momento el libro sobre la cama o la mesa, y juntar las palmas en rezo meciendo las muñecas al tiempo en que se susurra una santa puteada en homenaje a su autor. Hay también de esos libros que uno lee a escondidas, porque algunas de sus tuercas no encajan en la maquinaria que elegimos ostentar. Porque hay goces que uno no se permite, no en público. Y entonces solapamos su lectura, mientras nos abandonamos a la culpa y la paranoia, que no es otra cosa que la clase de ficción más real que se puede consumir.
Hay gente que colecciona libros, gente que colecciona señaladores, incluso conocí un hombre en San Telmo que colecciona portadas, las pega en collage en la pared de su negocio. No se me hizo la idea de preguntarle si después de arrancarle las tapas a los libros los leía o los tiraba. No viene al caso.
Lo cierto es que termino de escribir esta diatriba, y si te llega es porque dejó de gustarme. Porque al igual que los juguetes, uno comparte sus relatos cuando ya se cansó de jugar con ellos.
En cualquier momento su fugaz efecto se desvanecerá, justo antes de que hierva el agua para el café. Vas a levantarte y tal vez lo revuelvas en silencio, y eso será todo, y pensarás en lo que viene, con la cara llena de aroma, mientras mis palabras se transforman en otra más de las calcomanías que llevas pegadas en las puertas del placard

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