“Constantemente presiento que se aproxima la
desgracia,
por eso escribo, porque entiendo que cuando
llegue
estará todo dicho”.
Cuando
sentí el ardor en el tobillo me di cuenta de que casi no se había movido. Le
había ofrecido mi cartílago como quien deja caer un billete en el parque y
continúa su camino por la senda populosa. Apenas hizo lo suyo reptó a un
costado, irreverente, sin siquiera observar el espectáculo desencadenado.
Sólo
las primeras lágrimas fueron de dolor. Lentamente mi espina comenzó a tomar la
forma de mi verdugo, al tiempo en que se me agrietaba la piel. Corrí hacia el
sur. Hace algunos años escuché a un guía decir que antes de llegar al arenal
vivían isleños. Mi cara golpeaba las ramas, apartándolas. Mis brazos, como
látigos, se perdían entre el follaje. Tenía sed, y sentía que el corazón
bombeaba escandalosamente en un intento de apartar el veneno que lo iba
sitiando. Una rama caída, traicionera, probablemente de las tantas que habían
salpicado con savia mi machete, me trabó la pierna buena, y sentí redondo en
boca el sabor del verano. Peso muerto sobre un colchón verde lleno de vida.
Cuando
era todavía un niño, mi padre me llevó al campo para que viera como era su
trabajo. Caminamos por los surcos entre la soja, frotando los brotes con las
yemas de los dedos. Cuando llegamos al final de la línea se arrodillo delante
mío, señaló un tallo tardío, minúsculo, y dijo <no va a engordar los
quintales, pero al menos hace al paisaje>. Años después ya no volvimos a
hablarnos. Supongo que no pude vivir tan derecho como él araba.
Mis
gotas de sudor refractaban la luz del mediodía, habrían pasado unas dos horas.
Acepté que no podría continuar. Siempre supe que no llegaría lejos, incluso
antes de la mordida lo supe. Me incorporé como pude y logré apoyar mi espalda
sobre el tronco de un paraíso. Oí coros que sonaban como pájaros. Ya no me
dolía la pierna. El calor me abrazó por dentro y sentí los brotes de soja entre
los dedos. Abrí bien los ojos antes del fin, a partir de aquel día en el campo
había querido morir mirando las copas de los árboles, desde abajo, y abonar
geranios.
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