Una vez tuve un sueño, tan ajeno e inverosímil como solo un sueño puede serlo. Era de color rojo y nauseabundo. Cuando desperté, sofocado, pasé varias horas intentando recordar cada detalle, cada una de las imágenes que en mi inconciencia había creado. No fue fácil. Sólo cuando la ilusión se tornó fresca e inmediata, cuando la confusión dio paso a la nitidez, comprendí que había logrado capturar mi sueño. Sin embargo, al mismo tiempo, comprendí que no sabía contarlo. Entonces decidí guardarlo en una caja de madera sobre la cómoda de mi cuarto. Ahí habría de quedar, durante décadas, en la vigilia.
La noche
en que mi hijo cumplió diez años festejamos en casa con la familia. Comimos
torta y lo ayudamos a abrir algunos de sus regalos. Recuerdo lo mucho que se
rió aquel día. También recuerdo que por la noche, casi de madrugada, me levanté
de la cama en busca de un poco de agua. Al dirigirme a la cocina pude oír,
suavemente desde su habitación, el llanto fugaz de mi hijo. Al entrar en su
cuarto me dijo que había tenido un sueño, un sueño blanco, lleno de brillo y de
movimiento, pero que no sabía cómo contármelo. Fui entonces a mi cuarto y
busqué aquella caja. Ahora en un cajón de la cómoda. Al regresar, mi hijo
guardó su sueño junto con el mío y dejamos la caja en uno de los cajones de su
escritorio. Después nos quedamos hablando de cosas menores, sin importancia ni
apuro, hasta el amanecer.
Unos años
después, cuando llegó la crisis, tuvimos que irnos del país. Entre la prisa y
la improvisación, algunas de nuestras cosas fueron perdidas y olvidadas. Un
matrimonio joven se mudó con su pequeña hija a la que había sido nuestra casa,
y en una bolsa de arpillera debajo de las escaleras, la niña encontró una
mañana de verano la caja de madera con nuestros sueños dentro. Guardó en ella
un cabello blanco de su madre, y la puso junto con sus libros sobre la repisa
de su cuarto.
Cuando la
niña creció, estudió veterinaria en la Universidad de Casilda, y después de
obtener su título se fue a vivir a un campo de La Pampa a trabajar en un tambo.
Varios años después, una noche de invierno, mientras dormía en su casa, alejada
de las ciudades y los caminos, una insignificante pérdida de gas hizo explotar
la garrafa de su habitación. Los muebles y las cortinas ardieron al instante y
el humo la sofocó hasta la inconciencia. La estancia entera comenzó a arder en
la noche negra, esparciendo un brillo indiferente sobre un gran Arce milenario,
ubicado entre la casa y la plantación de soja. La caja de madera, que había
llevado siempre con ella, y que guardaba en su cuarto entre tantos otros
recuerdos de su infancia, también fue alcanzada por las anónimas llamas.
Una enorme
bola de fuego iluminaba el cielo diáfano. El resplandor se expandía a través de
las hectáreas sembradas. Todo crujía, dentro y fuera de la casa. La imagen de
una entraña que se retuerce en llamas, soberbia, se mostraba desde la distancia
y la holgura del campo. El viento se hizo desde el sur, y el fuego alcanzó el
Arce contiguo. Ahora sus hojas encendidas comienzan a llover en cientos de
faros indiscretos, flotando caprichosamente entre la humareda.
Veo, desde
la barbacana de mis días, el retrato de aquel sueño lejano, y doy un último grito
ahogado hacia mis adentros, al tiempo en que me desuello irreparablemente.
De un
soplo entre las llamas, un búho emperador vuela desde lo profundo de aquel
siniestro, disgregando el cielo encendido con sus alas blancas y su presagio de
continuidad. A mi lado, a través de la infranqueable distancia, mi hijo llora
de nuevo. Sabe que nuestro capitulo, tan sincero y carnal, termina con aquella
ave soñada, que ahora se aleja.
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